Luis, Juan... y María

Luis

"Estaba cansado. No había cogido la bicicleta, ni acababa de subir las escaleras de mi ático de dos en dos.

Estaba un poco cansado de mí. Cansado de no saber cerrar el grifo de mi pensamiento. De no entrever hacia donde se dirigía mi vida. De decir siempre sí a todo, cuando me apetecía mucho más gritar no. Cansado, en definitiva, de andar perdido y cansado de no hacer nada para encontrar de nuevo el camino.
Tenía ganas de huir.

Cuando cogí el coche sabía que no llegaría muy lejos. Pasaron las casas, llegaron los árboles y descubrí que me dirigía a la playa, otra vez. También estaba cansado de acabar siempre mirando al mar, cosa que invariablemente me pone nostálgico. Aun así aparqué bajo los mismos pinos donde había amado por primera vez y mis pies me llevaron cuesta abajo hacia la playa donde tantos veranos había disfrutado de la lectura. Avancé lentamente hacia un millar de olas espumosas mientras el viento se empeñaba en arrancarme la chaqueta.
El invierno estaba siendo inusualmente duro, no se veía un alma y el mar se batía en un violento duelo con las rocas. La arena estaba empapada, la noche anterior había llovido y mis huellas narraban los pasos que mis pies daban con todo lujo de detalles.

El mar me dio la bienvenida con sus letras, las mías y las de todos los autores que devoré allí mismo y por un momento me olvidé de lo cansado que estaba y creí ver el horizonte. Pero el cielo estaba nublado.
Anduve por la orilla sin pensar en nada.
Aguanté diez minutos.
Luego no pude más, me senté a la orilla de su orilla y lloré.

Cayó la tarde antes de haber acabado con todas las lágrimas. Cayó la noche antes de que las lágrimas acabaran conmigo.
El frío me había calado hasta los huesos, el agua, salpicado los vaqueros y el sentido común había regresado. Me levanté.

Había un chico tras de mi. Estaba sentado en la arena humedecida por tres días de lluvia, a tres metros de donde yo me encontraba, y me observaba.
Calculé que rondaría los veinticinco. Era bastante guapo. Me pregunté cuanto tiempo llevaría allí y si había sido testigo de mi llanto. Una parte de mí quiso enfadarse por su intromisión pero mi cansancio existencial me había convertido en un ser pusilánimemente pacífico.

Pasé por su lado sin mirarlo, dirigiendo mis pasos hacia el coche, cuando sentí que me tiraba de la pernera del pantalón.
- Espera -dijo.


Me detuve en seco. Solo me dio tiempo a pensar que me iba a pedir tabaco, aunque no fumo.
- Te he estado observando. Te he oído llorar.

Lo miré a los ojos, aturdido.
- Y me has enternecido. Hacía tiempo que no experimentaba tanta ternura por nadie. He pensado que debía decírtelo.
- Ah.

Admito que aquella confesión me dejó a cuadros.
- Por un instante he sentido el impulso de sentarme a tu lado, estrecharte entre mis brazos y ofrecerte mi regazo.

A cuadros y a rombos.
- Y besar tus labios para robarles su amarga expresión y que no puedan ya hacer nada más que sonreír para el resto de nuestras vidas.

Dodecaedros.
- Pero he pensado que eso igual te habría incomodado.
- Pues... es posible.
- Me llamo Juan -se puso en pie y me tendió la mano.

Le di la mía. Entonces, y de un modo completamente automático, lo atraje hacia mí y lo abracé.
Ocultó la cara en mi chaqueta mientras mis manos acariciaban su espalda.

Han pasado tres años de aquello. Tres años en los que no solo me ha ayudado a encontrar mi camino sino que ha conseguido que cada día sea una aventura de imprevisible y dulce final."

- No le hagáis ni caso. No nos conocimos en una playa.
- Pero Juan, con lo bonito que ha sido...
- Déjalo, disfruta estropeándolo todo.
- En realidad nos conocimos en un centro comercial...


Juan

"Ocurrió durante una calurosa mañana de Junio. Sábado, si mal no recuerdo. Sí, sábado era, porque los sábados por la mañana iba a hacer la compra semanal al hiper. Me encontraba apostado en el pasillo habilitado para los cosméticos, cremas y potingues varios, echando fugaces miradas al estante de las colonias. Ya le había echado el ojo a mi fragancia favorita y estaba esperando a que la zona se despejara para dejarla caer disimuladamente en la cesta, con la intención de librarla luego, en la casi siempre despejada zona dedicada al automóvil, del envoltorio, tan impertinentemente escandaloso en las proximidades de la salida.
En esas estaba cuando lo vi aparecer de la nada. Me miró como si yo fuese un caramelo toffe al cual estuviese quitando el papel y... y el otro papel, y los pedazos de papel que se han quedado adheridos. Después me hizo un guiño que confundí con un tic nervioso y para mi sorpresa lo vi coger la colonia que yo había decidido escaquearle al centro, quitarle allí mismo el envoltorio y metérsela sin ningún disimulo en un bolsillo interno de su anorak.
En aquel preciso instante caí a sus pies, seducido, cautivado, embelesado, entusiasmado, agilipollado y definitivamente enamorado."


- Si te soy sincera, prefiero la versión de Luis.
- Anda, calla. La realidad no se puede adornar con eufemismos baratos de oleaje y amores barrocos.
- Pero...
- Que te calles. Qué sabrás tú sobre la idiosincrasia amorosa, afectuosa o erótica propiciada por el hurto...
- ¿...?
- Prosiguiendo:

"Me ofrecí allí mismo a hacerle la colada por el resto de nuestras vidas a lo que contestó que ni hacía falta ni había necesidad porque nunca se ponía la misma ropa, y como para darle mayor credibilidad y verosimilitud a su premisa se dirigió hacia el pasillo de las cazadoras, sacó un artilugio de su calcetín izquierdo, rebanó el cierre de seguridad de una chaqueta bien chula, le arrancó las etiquetas y se la puso sin preocuparse aparentemente en ningún momento de que la gente que pululaba por nuestros alrededores pudiera fijarse en lo que estaba haciendo. Luego repitió la operación con un chaquetón de cuero que me pasó por encima de los hombros mientras me besaba la nariz y me metía mano, todo a un tiempo y sin pestañear. Cuando se separó un poco, comprobé que mi cartera siguiera en su lugar. "¿Qué deseas que haga por ti?" me preguntó al oído. Yo miré a mi alrededor. "Siempre he querido tener una muñeca calva y sin un ojo". Me llevó en volandas a la sección de los juguetes y buscó una muñeca a la que se le pudieran hacer piercings y arrancarle la cabellera. Se presentó con cinco de distinta marca y procedencia, ya convenientemente separadas de su embalaje propagandístico y me las ofreció como tributo en un excitante e inesperado rito de apareamiento. Yo negué glamurosamente con la cabeza y señalé una caja en lo alto de la más alta estantería, en las capas altas de la atmósfera carrefuriana. No se lo pensó un instante. Comenzó a trepar, y trepó, y trepó, y cuando sus finos dedos rozaban ya la caja de mi chochona dio un fabuloso traspiés y cayó de cabeza al suelo, partiéndose el cuello y quedando en una pose muy poco favorecedora. Salí corriendo, pies para qué os quiero, mientras un montón de niñas rubias me señalaban con el dedo, y cuando ya casi estaba en la calle, Luis, que trabajaba de segurata, me cogió por la chaqueta y me llevó a rastras a un armarito de la limpieza. Me desnudó y me hizo el amor cuatro veces, mientras me contaba no sé qué historias de cansancios existenciales, paseos nostálgicos, huellas en la arena e inviernos inusualmente duros. Con el calor que hacía allí dentro, joder. Me hizo prometer que nunca más provocaría inconscientemente la muerte de nadie y que dejaría lo del hurto para mi vida siguiente. Ahora le hago la colada y, ¿veis todas esos cuadros de Miró? Son robados."


- Anda, María, ¿Dónde te habías metido? Te has perdido el primer capítulo de mis memorias.
- ¿De qué está hablando éste?
- Nos estaba contando cómo se conocieron Luis y él.
- Uy, eso os lo puedo contar yo. Yo los presenté.


... y María


A Luis lo conocía del instituto. Durante dos largos años estuve enamorada de él sin atreverme a decírselo. Él siempre me sonreía cuando nos cruzábamos por los pasillos. Me miraba a los ojos con una intensidad arrebatadora pero nunca me dirigía la palabra y a mí me gustaba tanto que era incapaz de abrir la boca. Por extraño que resulte, durante aquellos dos cursos nunca me pregunté por qué jamás lo pillé mirándome los pechos, con lo bien puestos que los tenía. Que los tengo. Os preguntaréis como pude estar dos años viéndolo de lunes a viernes sin mantener una sola conversación con él. Solo puedo decir que antes era mucho más cortada y ya sabéis que Luis es de natural tímido.

Años más tarde, cuando ya tenía a Dogos, y lo sacaba a pasear todas las tardes por la playa, me encontré con Luis.

- Hola -me dijo. - Te conozco de algo, ¿verdad?
- Fuimos al mismo instituto.
- Ay, es verdad. Tú eres la saca pecho.- Se había fijado. - Que perro más... más...
- ¿Nervioso?
- Peludo.
- Ya le toca un pelado.
- Si quieres se lo doy yo.
- ¿Eres peluquero canino?
- No, pero a veces he ayudado a mi abuelo a trasquilar ovejas, no debe ser muy diferente.
- Está bien. Tú me trasquilas a Dogos y yo te invito a cenar.

Dicho y hecho. Pelamos a Dogos entre los dos y por la noche quedamos en un italiano.

Estuve interrogándolo durante una hora. Descubrí que era homosexual y me llevé un chasco monumental, pero lo disimulé bastante bien.
Yo prefería no hablar de mí pero cuando me preguntó:

- ¿Y qué hay de ti? ¿A qué te dedicas?

No tuve más remedio que contestar:

- Soy periodista.
- Debí haberlo imaginado. Déjame adivinar. Eres redactora jefe de El País.
- Más quisiera. Trabajo para un periódico local, en un pueblito del pirineo catalán.
- Guau, suena intrépido.
- Sí, vamos. Hay una acción... pa morirse.
- Pero exactamente, ¿qué haces?
- La verdad es que no puedo quejarme. Es un buen trabajo, está bien remunerado y me permite poner a prueba mi inventiva. El problema es que después de tantos años ya no me queda mucho que decir. Siempre podría repetirme, pero no es mi estilo.
- Pero, ¿qué haces? ¿Tienes una columna de opinión?
- Va a ser que no.
- ¿Cubres la noticia allá donde se produzca? ¿Te ocupas de la investigación? ¿Qué?
- Llevo la sección de esquelas.
- ¿Esquelas?
- Sí, lo que se supone que escriben los familiares...
- Sí, ya sé, ya sé. Y, ¿qué haces? ¿Adornarlas?
- ¿Adornarlas?
- Como decías que te permite poner a prueba tu inventiva...
- Es que me las invento.
- Directamente.
- Directamente.
- ¿Y los familiares no se quejan?
- No hay familiares.
- Ah, también te los inventas.
- También.
- Y si alguien va al cementerio para acudir al sepelio, se lleva un chasco.
- No, porque también trabajo para la funeraria...
- ¿...?
- Inventando epitafios, no te vayas a creer.
- Inventando epitafios...
- Claro. Aquí yace Carlota Fernández Gutiérrez, hija de tal y de tal, esposa de tal, madre de un talito y una talita. Lo más divertido es cuando pongo algo que quiere dejar ella para la posteridad, como "Pedro, odio tus paellas pero nunca me atreví a decírtelo" o "Allí donde voy no hay facturas de Amena". Ostras, tú. Esa es buena. Me la apunto.
- Y la funeraria las inscribe en lápidas.
- Por supuesto.
- ¿Y qué pasa con lo que desearan poner los que se han muerto? Creo que es más importante que uno deje un mensaje propio para la posteridad que no que se lo escriba una periodista, por muy original que le quede.
- No te enteras. No le escribo las esquelas ni los epitafios a nadie. Las tumbas están vacías.
- ¿Y qué hacéis con los muertos? ¿Os los coméis?
- No hay muertos.
- ¿Que no hay muertos?
- Que yo sepa hace más de cincuenta años que no muere nadie en el pueblo. Me metieron en la sección de esquelas del periódico para que nadie se diera cuenta, y luego no hubo más remedio que ampliar el radio de acción a la funeraria y al cementerio.
- ¿Pero qué me estás contando?
- Lo que hay.
- ¿Y donde está ese pueblo?
- En el pirineo catalán, ya te lo he dicho.

Quedamos en que me acompañaría al pueblo ese mismo fin de semana.

Se vino conmigo y conseguí tirármelo en el tren. No os podéis hacer una idea de lo bien que folla Luis. Pero que estoy diciendo, lo sabéis perfectamente.
La pena es que salió a fumarse un cigarrito, se equivocó de puerta y se cayó del tren.
Lo localicé en un hospital al cabo de una semana, y le presenté a Juan, que trabajaba en la funeraria del pueblo (ahora, como bien sabéis, se dedica a robar cuadros; todos esos de Miró son robados) se enamoraron y nos trajimos a Luis a vivir al pueblito y ahora los tengo de vecinos. Y, bueno, no voy a negar que sigo enamorada de Luis, después de doscientos años, pero creo que ya va siendo hora de apuntar mis dos pechos hacia manos más colaboradoras.

- ¿De qué estás hablando, María?
- Les estaba explicando a éstos como se conocieron Luis y Juan.
- ¿Y quienes son ésos?
- No tengo ni idea, pero ha sido de lo más entretenido.


Finito :oP


MICRO-RELATOS J. K. VÉLEZ
El Inspirador Mejorado
METAVIDA
Un comienzo para un final
RELATOS J. K. VÉLEZ
Pon la boca así como si fueras a beber
MÚSICA/VÍDEOS ESPECIALES
Cosas que te hacen Feliz
LAS APLICACIONES GRATUITAS DE LA APPSTORE
Mac Sparrow
!AMIGOS
MusicotecaTube
CARTELES
Hazte Rico

No hay comentarios: