Erótico placer



Besos en la boca
Bocas que suspiran
Suspiros que evocan
Ojos que te miran

Miradas que enloquecen
Locuras que te encienden
Fuegos que te mecen
Llamas que ahora os prenden

Prendas que te quita
Fuera ahora las suyas
Pura dinamita
si dejas que fluya

Rueda la saliva
Vicio de sus labios
Piel color oliva
Y el deseo es sabio

Calor en las manos
Cuerpos encendidos
Deseo profano
Sentido perdido

Pieles ya desnudas
y un cielo anhelado
Voces ahora mudas
Tiembla él a tu lado

Caricias relajadas
Momento reposado
Sus manos aladas
Tu cuerpo acostado

Dedos que te exploran
sinuosos y ardientes
Manos que te adoran
Bajan por tu vientre

Sentido embotado
Vuela entre las nubes
Húmedo, mojado
Placeres que suben

Silencio ahora roto
Henchido de alivio
Sutil alboroto
Álgido y tibio

Mirada enamorada
Descanso merecido
Cálida almohada
Sueño compartido




Besos en la boca
Bocas que suspiran
Suspiros que evocan
Ojos que te miran



© J. K. Vélez


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Wicca













Wicca, mi nueva blognovela por capítulos seguramente semanales. :)
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Una madre



Son las cinco de la tarde. Adrián juega en la arena del parque. Está solo porque se lo pasa muy bien solo. Ahora se está montando una película donde él es el protagonista. Tiene poderes mágicos, o poderes especiales, como le gusta llamarlos. Se los otorga una piedra que ha encontrado hace un instante entre el césped, calvas de hiervajos que decoran la blanca arena. Es solo una piedra, pero brilla por varios lados y Adrián la encuentra muy interesante. Con sus poderes Adrián puede leer la mente de los transeúntes, y se ríe de las ocurrencias de una anciana que no para de pensar palabras de esas que hacen que su madre se santigüe cada vez que las oye (y si Adrián esta cerca, su madre, además, le tapa los oídos, aunque él ya se las sabe todas). Con sus poderes también puede ver lo que hay enterrado en el suelo, pero ha perdido una moneda en la arena y no consigue encontrarla. Quizá sus poderes no son todo lo potentes que el niño desearía que fuesen, pero hay que tener en cuenta que la piedra es pequeña, no se puede pedir demasiado.

Adrián puede ver si la gente tiene buenas intenciones. Ahora observa como pasa una furgoneta por la calle. Se fija en el conductor, le lee la mente, y descubre que ese hombre no es bueno. Es un asesino despiadado y seguro que va en busca de su próxima víctima. Pero la camioneta pasa y Adrián sigue con lo suyo.

Presiente que se aproximan los malos, perversos chicos motorizados, y Adrián corre desesperado por la arena, mirando atrás para saber si lo alcanzan. Afortunadamente Adrián corre más que las ocho motos que lo persiguen, y logra refugiarse tras el tronco de un gran árbol. Respira despacio, sin saber si los ha despistado. Cuando va a asomar la cabeza escucha el ruido de una moto que se acerca. El ruido crece, se hace insoportable, y Adrián grita ¡Nooo! y se tapa las orejas. Cuando nota que la moto se aleja se relaja y poco a poco deja de hacer el brum-brum con la boca, hasta que para del todo, señal de que ya no hay peligro.

Sale despacio del escondrijo y de pronto se percata de que ha dejado olvidada la piedra en algún sitio. Debe recuperarla, ahora está desprotegido, sin sus poderes. Es preciso encontrarla. Comienza la búsqueda. Trata de recordar todos los sitios donde se ha parado y los revisa con minuciosidad. Sabe desde el principio donde está su piedra, pero no debe encontrarla todavía, tiene que alargar la búsqueda porque en cualquier momento los motoristas regresarán (si no viene el asesino de la furgoneta, que también puede ser) y cuando eso ocurra Adrián sentirá el peligro, que son unas cosquillitas por todo el cuerpo que le encantan. Y cuando vayan a atraparlo, cuando los tenga casi encima, saltará haciendo acrobacias y agarrará con fuerza la piedra, que habrá descubierto en el último segundo, y de sus rayos saldrá un mortífero rayo blanco que acabará de una vez por todas con sus enemigos. No es tan difícil ganar a los malos.

Ocurre todo como él esperaba y cuando sale el rayo la explosión lanza a Adrián sobre la arena, a diez metros de donde se encontraba. Y allí se queda tirado un rato, para descansar, mientas hace los ruiditos de la explosión, que ya están menguando. Hasta que solo se oye una engañosa calma. Adrián se levanta y se sacude la arena. Contempla el destrozo que ha causado. Edificios, coches, gente... todo arde. Entonces recuerda que su padre siempre se queja de que nunca llueve. Aprieta la piedra entre sus dedos, con el puño hacia el cielo, y grita un estrambótico conjuro.

El cielo se encapota al instante y rompe a llover. La anciana de las palabrotas se pierde en el río caudaloso en que se convierten las calles.

Adrián sabe nadar, aprendió el verano pasado en Valencia. Bucea un rato pero se da de bruces contra una farola, y del golpetazo se desmaya.

Cuando despierta no está en el parque. Se encuentra en una extraña isla llena de perros muy peligrosos. Adrián echa a correr, temiendo que lo quieran morder, y en su huida tropieza y cae. Al levantarse descubre con horror que algo le tiene agarrado el pie. Son plantas. Plantas de esas que se mueven y agarran a los niños para que los perros les muerdan.

Adrián no consigue soltarse y grita pidiendo ayuda. De repente aparece de no se sabe donde un perrillo bueno y cariñoso (se le ve nada más mirarle la carita) que se lía a bocados con las plantas hasta que consigue liberarle. Adrián lo coge en sus brazos y huye con él. Ahora tiene un amigo que le ayude y a quien proteger.

Decide llamarlo Antonio, porque resulta que el perrillo habla, y no sería adecuado llamarlo Toby, como a un perro corriente y moliente. Juntos se enfrentan a los perros rabiosos de gigantescas mandíbulas y afilados dientes. Descubren que pueden ahuyentarlos tirándoles arena a la boca, porque les resulta de lo más desagradable y se acaban marchando.

Adrián y Antonio conversan sobre la piedra. El can también tiene una, colgada al cuello, y por eso puede hablar y romper plantas con los dientes. Resulta muy entretenido hablar con Antonio, sabe muchas cosas y es divertido hacerle cosquillas.


Aun no se han cansado de jugar cuando Adrián advierte la insistente mirada de una mujer, algo mayor que mamá. No es peligrosa, eso lo sabe sin tener que recurrir a la piedra. Adrián le pide a Antonio que calle un poco y estudia con más detenimiento a la desconocida. No es ni alta ni baja, ni fea ni guapa, ni gorda ni delgada. Pero está muy triste. La mujer le indica con un gesto que se aproxime. Adrián le dice a Antonio que lo espere allí quieto mientras se va a hablar con la señora, aunque sabe que el perro no corre ningún peligro porque aquella mujer es de las de verdad, y probablemente no pueda verlo.

El niño corre hasta la mujer. Eleva la mirada y espera a que la señora hable. Ella rompe a llorar y Adrián espera pacientemente. Cuando la mujer consigue serenarse le dice que su hijo, que tiene la edad de Adrián, más o menos, está enfermo y ya nunca podrá salir de casa. Está postrado en la cama, y nadie va a visitarlo. Se aburre mucho, necesita un amigo. Adrián escucha la historia de la triste madre y decide acompañarla a su casa. Desea conocer al chiquillo enfermo. La madre le sonríe, aunque aun apenada, y emprenden el camino, mientras Adrián se despide mentalmente de Antonio.


La casa es pequeña, pero no importa, porque solo la habitan una madre y su hijo.

Todo está lleno de juguetes. Están desperdigados por el suelo, hay alguno roto. La mujer le presenta dos gatos y le enseña una jaula colgada del techo del salón donde canta un canario la mar de feliz. La mujer ofrece a Adrián galletas y caramelos. Él no quiere, porque le interesa conocer cuanto antes al niño enfermo que no puede salir de casa, que no puede ir al parque, ni huir de peligros que hacen cosquillas por todo el cuerpo. Desea ser amigo del niño triste.
La madre abre una puerta y lo invita a pasar al cuarto de su pequeño. Se llama Jacobo. Le dice a su hijo "buenas tardes, mi pequeño" y le anuncia llena de felicidad que le ha traído una visita, hay un niño que desea ser su amigo.
Adrián está confuso.

En la habitación no hay nadie.

La cama está vacía.

La mujer abraza el mismo aire.

Sonríe con amor a sus vacías manos que no hacen caricias a nadie.

La confusión dura tan solo un instante.
Adrián comprende que Jacobo es como es Antonio.
Al perro solo puede verlo él, a Jacobo solo puede verlo su madre.
Pero Adrián decide que él también quiere verlo. Para él no es difícil, lo hace continuamente. Enseguida empieza a ver a Jacobo, y le pregunta como se encuentra. El niño parece estar de maravilla, y Adrián le dice a la madre que no se preocupe. Jacobo no está tan enfermo.
Pronto Jacobo y Adrián correrán por la casa. Gritarán, reirán y verán la tele juntos. La mujer sonríe, esta vez con energía. Su tristeza se disipa.
Ya no están solos.
Ni ella ni su pequeño Jacobo.
Les prepara unos refrescos, se entretiene mirándolos jugar y divertirse y eso la llena de gozo.


Se hace tarde. Adrián debe marchar, le esperan en casa. Pero promete regresar al día siguiente.

La mujer lo despide con la mano y cierra la puerta de su casa, que es pequeña, pero no importa, porque solo la habita una madre.


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