Aventuras de Regodé en las tierras Descón



La paz que se respiraba, tan profunda que podía incluso colocar, en los inexplorados bosques de aquellas tierras desconocidas, se vio seriamente amenazada con la llegada de un jamelgo alborotador y de su alborotado amo, bastante pesado a ojos del poltrón de su caballo. El caso es que el corcel relinchaba con enojo mal disimulado, y Regodé comenzaba ya a perder la paciencia.

- Perezo, ni se te ocurra detenerte en esta floresta zozobrante que tanto me acongoja o tu osadía la pagarás varios días, en forma de intenso dolor. ¿Captaste?
Solo a base de malas palabras y sutiles amenazas conseguía el pobre caballero que el desagradable corcel avanzara. Pero ambos estaban acostumbrados a los improperios y agravios del uno, o a las inesperadas coces del otro, según la naturaleza del animal.
Perezo decidió detenerse para pastar y Regodé convino en dejarlo a su aire un rato. Lo ató con larga soga a un árbol de intrincada forma y se fue a dar un corto paseo. No era tan intrépido como para dar un paseo más largo en un bosque tan horripilante como aquel. (El bosque tenía de horripilante lo que el Ken de la Barbie de virilidad, pero de aquella todos los bosques daban repelús).
Andaba Regodé por las cercanas circunvecinas proximidades de su corcel, cuando escuchó un suave crepitar de ramitas detrás de un alto seto. Sin pensarlo, con arrojo que no hubiera imaginado poseer, se lanzó sobre aquel seto con el fin de averiguar qué producía semejante e inquietante sonidillo.
Lo que encontró lo dejó confuso, revuelto, algo turbado, un poco temeroso, un tanto abochornado, una miaja desquiciado, una pizca abatido, bastante perplejo y realmente desbordado ante tantas emociones.
Una muchachita agazapada, rubia y frágil, había estado oculta en la maleza, espiando con verdadera admiración y embobado pasmo asombrado aquel maravilloso... jaco.
Se puso en pie grácilmente y bailó sin tocar el suelo hasta el corcel cuelliatado. No echó ni una mirada al apuesto Regodé, otorgando su deliciosamente dulce atención al animal de cuatro patas que en aquellos instantes se estaba pegando verdoso banquete. Acarició suavemente el pelaje amarronado mientras el caballero la miraba entre incrédulo y ofendido. La joven no le prestó atención hasta que Regodé le sembró una ostia en el delicado rostro.

- ¿Es de vos este corcel, apuesto caballero? Apuesto a que es de vos, caballero. Caballero a que es, apuesto, de vos. De vos, caballero, apuesto que es. ¡Qué apuesto que sois vos, caballero! Caballero...
- ¡Calla!
- Como os habéis puesto, caballero, vos...
- ¿...? Bueno. Ejem. Mío es, bella dama.
- Sabed, caballero, que vuestra montura me complace y vuestros golpes me aturden.
- ¿Os agradan? Qué bien.
- No; me agreden, más bien.
- Entonces, ¿no queréis más?
- Volved a tocarme y os caparé.
- Glup.
- Sabed, caballero, que me gustan los caballos de pelaje amarronado, y los de pelaje amarillento, y los de pelaje negruzco, y los blancos, y los rojos y los fosforito. Y vuestro corcel me desequilibra sobremanera. ¿Puedo hacer algo para obtenerlo de vos? ¿Qué precio convendría que apoquinara para que tan bello animal pasara a mi propiedad?
Regodé guardó silencio pues analizaba meditabundo la oferta implícita en el interrogante armonioso que la joven, con candidez única, acababa de formular.

- No está en venta.
- Caballero, pagaré lo necesario. Tengo muchas pertenencias y un chalet adosado. ¿Qué deseáis obtener? ¿Joyas, oro, un jamón de jabugo bien curado? ¿Una copia pirata del próximo lanzamiento de Microsoft?
- Nada de eso me complace ni satisface, ni me agrada ni deleita, ni me gusta ni contenta.
- Entonces... ¿qué deseáis?
- Quizá... a vos.
- No me regalo ni entrego al primer joven caballero, alto, fuerte y tan apuesto, que se cruce en mi camino.
- Ni yo suelo ser tan descortés ni de tan infames modos. Me disculpo ante vos, bella flor de Copenhague. Perdonad mi atrevimiento.
- Seré indulgente. Excuso tu afrenta, tu ultraje vilipendioso, de forma perpetua, imperecedera y permanente, ¿hace? Y ahora poneos en pie, que os mancháis de musgo la hermosa rodilla. Frotad, frotad. Y ahora, decidme, atrayente caballero, ¿qué es una flor de Copenhague?
- Ostras. Me refería a que vuestra belleza es misteriosa y ausente.
- No os abeis equivocado, admirable caballero.
- Habéis dicho abeis, y es habéis.
- Vaya. Pues eso. No pertenezco a estas regiones. Vengo de tierras lejanas, de las Tierras Distán. ¿Las conocéis?
- No tengo el gusto, ni creo perderme gran cosa. Aun no habéis manifestado vuestro gracioso nombre.
- Me llaman Agrací. Me hubiera gustado más Culokey o Tiabú, pero debemos aceptar el nombre impuesto por ley. ¿Y a vos? ¿Como os llaman?
- Generalmente, por teléfono.
- Ajá.
- Bajo el nombre Regodé.
- Estúpido y hermoso nombre a la vez. ¿Por qué os llaman así?
- Es una larga historia.
GROOOOOOOOOOOG

El sonido de un nauseabundo eructo lleno de ascos el bosque. Agrací corrió claramente preocupada, evidentemente asustada, visiblemente angustiada y velozmente deprisa hacia Perezo.
- ¿Qué le pasa a este corcel? ¿Está enfermo? ¿Qué padece? ¿Tiene achaques, afecciones, traumatismos, derrames, diarreas o tumores?
- Tiene gases.
- ¿Gases? ¿Ese increíble regüeldo es resulta de una perniciosa digestión? Este jamelgo se deteriora por momentos. Excitante caballero, a vuestro jumenco Perezo le huele el aliento que es una pasada. Sabed que está cayendo en picado el precio que estoy dispuesta a apoquinar por semejante rucio sin educación. ¿Hay algo que podais decir en favor del animal?
- Es cómodo, veloz, y se porta muy bien con las damas, si éstas no le faltan el respeto. No por corcel es menos orgulloso. Consume poco y masca chicle.
- Al parecer es una caballo la ostia de especial.
- Lo es. Lo crié desde pequeño, y lo convertí en la mejor montura de las Tierras Quemascón.
- ¿De allí procedéis, caballero de porte elegante?
- De allí mismo, damisela sinuosa. Acabo de tener una gran idea. ¿Por qué no montáis a Perezo un rato, unos quince minutos (todo lo más, un cuarto de hora) y así comprobáis in culo la comodidad de que os hablaba y además os mencionaba?
- Gracias, caballero. No olvidaré este gesto.

Se montó de salto calculado a lomos del corcel y desapareció en las profundidades del bosque a galope tendido.
Y el pobre Regodé se quedó solo, asustado y temeroso, acechado por bestias, que si bien no eran más que conejos, sabían poner los pelos de punta. Y las orejas.
Y pronto empezó a oscurecer.
Había pasado tanto tiempo que Regodé había comenzado a dudar que Agrací regresara con su odiado querido Perezo. Cuando de pronto escuchó el inconfundible eructo del corcel. Al instante aparecían Perezo y su hermosa amazona por entre los árboles y demás vegetación boscal.

- ¿Donde puñetas estabais, bella Agrací? Me tenéis más despistado que un gato en un matadero.
Como había anochecido no podía ver que Agrací estaba muy agitada y toda cochina, cubierta, manchada y sucia de negro hollín.

- No hay tiempo para el habla amanerado, fingido, forzado o incluso rebuscado, apreciado, idílico, apetitoso y deseado Regodé. Subid a lomos del corcel, deprisa. Hay un gigantesco incendio en un poblado cercano. Necesitan ayuda.
Montó Regodé y partieron de inmediato. Perezo los guió en la oscuridad, siguiendo un itinerario intuitivo e instintivo, rastreando el olor de su plato preferido.

- ¿Tan grande es el incendio, ardiente Agrací?
- ¡Oh, sí! Es un incendio diabólico, satánico y luciferino. Cuando me dejasteis cabalgar a lomos de vuestro fiel Perezo, no pensaba alejarme tanto. Pero llegando a la periferia y consiguiente salida del bosque, por alguna inexplicable razón, vuestro corcel se desbocó y corrió cual guillado hacia el cercano poblado.
Regodé escuchaba embelesado. Le agradaba y deleitaba la voz medio ahogada y flemosa de la muchacha.

- Y el poblado se había incendiado -completó él.
- En efecto.
- Decidme, perturbadora Agrací, ¿había en el poblado una parcela con patatas?
- ¡Sí! ¿Cómo lo habéis averiguado, admirable Regodé?
- A mi buen Perezo le chiflan las patatas asadas.
Una vez en terreno descubierto, Perezo, pese a la reinante fosca oscuridad, se lanzó al galope hacia el particular olor. Regodé se agarró a Agrací para no caer. Para cuando llegaron al poblado, el incendio ya se había extinguido. Los supervivientes lloraban con dolor, sufrimiento, pena, angustia, suplicio y tormento la pérdida de vidas y seres queridos, la merma de pertenencias y de otras cosas que tenían, y lo deplorable de su lamentable situación penosa.

- Es terrible.
- Es horrendo.
- GROOOOOOOG.
- ¿Está enfermo ese caballo? -preguntó una voz llorosa.
Agrací y Regodé desmontaron y juntos trataron de auxiliar a aquellas gentes y personas.

- ¿Cómo se originó el incendio? -quiso saber Regodé.
- Había una familia de masocas fogosos y pirómanos en el poblado. Su propio fuego acabó con ellos, para deleite de propios y extraños -respondió Agrací.
- ¿Como se llamaba el poblado? -preguntó entonces el caballero, a un anciano que meaba en una pata de su corcel.
- Vidafá. Nos iba bastante bien.
- Anciano, soy noble caballero. Mi nombre de ley es Regodé Complacé de Deleitá Conelmalajé, y provengo de las regiones lejanas de las Tierras Quemascón, donde tengo un título y puesto honorífico palaciego, lo cual me da derecho a elegir un nuevo nombre de ley para este poblado, puesto que Vidafá ya no sirve. ¡Un boli!
Enseguida alguien le brindó uno chamuscado.

- A ver, necesitaría una tablilla blanca, que se habrá de clavar en un árbol a la entrada del poblado.
Sin mucha alegría en el cuerpo, una mujer con quemaduras de tercer grado le entregó una tablilla como la que pedía, antes de caer desplomada sin vida.

Regodé garabateó el nuevo nombre y después lo elevó jubiloso para que los que quedaban en pie pudieran verlo bien. PRENDEFÁ.
Agrací seguía intentando ofrecer su ayuda, sin mucho éxito. Hasta que un hombre, que parecía ser una especie de alcalde, le pidió un favor.
- Ya no podemos seguir aquí, nuestro éxodo se acerca. Pero necesitamos un médico que remiende a todos los remiendables. En el poblado de Vidamasfá Inclú hay un buen médico. Si no estuviera disponible, hay otro médico, aunque cobra elevados honorarios, en el poblado de Aquiesmascá. Id en busca de cualquiera de ellos, damisela. Decid que os envía Miraportó. Os prestaré mi más rápido rocín. ¿Lo haréis?
- No os preocupéis, dubitativo Miraportó. Y tampoco necesito el rocín, tenemos un corcel.
- Pero míralo, tía, no para de eructar, se le va a salir el estómago por la boca. Con uno de mis bayos os aseguro que el viaje os resultará, cuando menos, más agradable.
- Ta bien, fale.

Agrací se preparó para la partida y le explicó a Regodé su misión. El caballero decidió quedarse en el poblado para ayudar en lo posible, aunque solo fuera para enterrar a los fallecidos. Agrací lo miró por un instante. Parecía realmente un buen hombre. ¿A qué se debía entonces que cargara con un nombre de ley tan negativo? No parecía regodearse de las desgracias ajenas. Era un misterio.
La muchacha partió a lomos de un corcel blanco que nada tenía que envidiar a un pegaso moliente. (El corcel consideraba que las alas no eran más que una mutación antiestética de muy mal gusto, y a los pegasos molientes unos atrofiados).
Regodé, de mientras, empezó a cavar tumbas. Le hubiera más gustado levantar un túmulo o construir un mausoleo, pero si en palacio llegaban a descubrir que se tomaba tantas molestias con la plebe, lo expulsarían definitivamente.
- Vulgo del poblado Prendefá, vamos a cavar un precioso osario para que descanseis arrejuntados en paz.

Antes del amanecer ya habían construído algo parecido a un osario. En esas horas de intenso trabajo, Regodé había conversado mucho con Miraportó, y al nacer el sol nació también una amistad, si bien todavía tanteante para evitar cualquier comentario que pudiera ofender el ego del otro. Como en toda naciente amistad en aquellos primeros instantes solo salieron a relucir, a flote, a la vista y a la palestra las buenas cualidades de ambos. Ni Regodé sabía del carácter sumamente precavido de aquel hombre que miraba por todos, ni Miraportó sabía lo testarudo que podía llegar a ser el individuo de supuesta nobleza aparecido de la nada, con una preciosa rubia y un eructante corcel de pelaje amarronado.
- Vamos Regodé. Ayudadme a meter en el osario a los cadáveres, a los muertos y después a los difuntos.
- ¿Y a los de cuerpo presente?
- Esos que esperen.

...
Agrací pasó de largo el poblado de Vidamasfá Inclú, porque al preguntar por el médico le dijeron que se llamaba Amí Sememú, y le dio mal rollo.
Al amanecer llegó al poblado de Aquiesmascá. El médico, esta vez, resultó ser ruso. Agrací le preguntó antes que nada su nombre, a ver si presagiaba malos augurios.

- Señorrita, me llamo Aminó Sememú Yosiloscú.
- Perfecto.
- Que rrima con mi ciudad natal.
- ¿Moscú?
- Leningrrado.
- No rima.
- Es que usted no tiene oído musical.
- No, pero estoy de muy mala leche, así que andando.
- ¿? ¿No puedo subirrme al caballo?
Agrací accedió. Montaron en el blanco rocín y salieron al galope.
Tras un rápido funeral, los supervivientes al fuego cubrieron de tierra el osario. Regodé opinaba que era pronto para cubrirlo, por si moría alguien más, pero Miraportó le giró la cara de una guantá por llamar al mal tiempo de aquella manera. Regodé comprendió la directa, y se mordió la lengua, para no decir más chorradas, y por poco se la parte.
Y de pronto, llegado de forma providencial en el caballo blanco que no tenía nada que envidiar a un pegaso moliente, apareció el doctor ruso.
- ¡Dodtod! ¡Mi dengua! ¡Que me dezango!
- ¿Donde está Agrací? -preguntó Miraportó, haciendo lo propio.
- Oh, se ha caído porr el camino. Ya vendrra- repuso el médico. - A verr esa lengua, atontado caballerro.
Regodé se dejó examinar. El médico le recetó una nueva lengua, o, en su defecto, un Gelocatil. Después, Aminó Sememú Yosiloscú, de Leningrado, se puso manos a la obra con la ardua tarea de recomponer un montón de cuerpos en diferentes fases de cocción. Cuando Agrací llegó, reventada por la caminata, se puso a ayudarle, no sin antes atizarle un mamporro en las narices al buen doctor.
Al final del día ya estaban los vivos remendados y los muertos enterrados.
Nacía una nueva era para los pobladores de Prendefá.
...
Pasaron cuatro días restableciendo un poblado donde ya no había nada. Construyeron a gran velocidad. Quizá no fuera necesario el éxodo del cual había hablado Miraportó. Podían construir, más que un poblado, una bonita ciudad para próximas generaciones. Una ciudad resistente al fuego, con extintores y esas cosas. Podían llamarla Nueva Vidafá.
Dos semanas después, con la ciudad en crecimiento, Miraportó comenzó a comportarse de forma extraña. No dejaba de escrutar el cielo con el rostro denodado por la preocupación y el ceño siempre fruncido. El anciano que meaba siempre en las patas del pobre Perezo parecía comprender su preocupación, y trataba inutilmente de tranquilizarlo, pero Miraportó se mostraba cada día más inquieto, y el desasosiego se extendió a todo el poblado.
Regodé aprovechó el descanso para el bocata de una de aquellas laboriosas mañanas para interrogar a su amigo.
- Miraportó, nos tenéis acongojados, intranquilos, alarmados, sumamente preocupados. Vuestro fruncimiento nos tiene absortos. ¿Qué os preocupa?
- Verás, amigo. Cada mes nos hace una visita La Bestia. Es pajarraco gigantesco. Normalmente nuestro poblado calma su hambre con algún animal.
- ¿Un gatito?
- ¡Un caballo!
- Oh... ¿tan grande es esa bestia?
- Y más. Cada mes, sin falta, nos hace una visita. Le ofrecemos un caballo, un pegaso moliente o una vaca. Y el día que nos negamos a ofrecerle sustento, se lleva a uno o a varios de los nuestros... -Su rostro se llenó de dolor. - Hace un año... se llevó a mi esposa.
- Joder... Lo siento...
- Desde entonces, siempre que ha venido, ha tenido su alimento... Pero después del incendio no nos ha quedado mucho, y lo que nos queda es imprescindible. La Bestia debe estar rondando por ahí. Cualquier día de estos hará su visita.
- ¿Solo viene una vez al mes?
- Sí. Al parecer visita otros poblados, también.
Regodé guardó silencio, cocinando una idea. Le faltaban condimentos.
- ¿Nunca le habéis plantado cara a La Bestia?
- ¡¡¡NO!!! ¡Eso es una locura!
- ¡Miraportó, no sabía que fueras tan sumamente precavido!
- ¡No se puede luchar contra La Bestia!
De pronto la expresión de Miraportó se suavizó, y miró a Regodé con ojos de lunático.
- Se me ha ocurrido... sí... he pensado que podríamos darle a La Bestia tu... tu corcel. Perezo.
- ¿¿¿¿QUE????
- ¡Míralo, Regodé! ¡Está enfermo, pierde pelo y le huele el aliento que es una pasada! No perderás gran cosa.
- ¡NO! ¡NUNCA!
- Pero Regodé...
- ¡No, no y mil veces no!
- Regodocito...
- ¡Que no, joder, que no!
- ¡Regodé! ¡No sabía que fueras tan sumamente testarudo!
...


Regodé se secó el sudor de la frente con la manga, satisfecho del último establecimiento construído. Se trataba de una refugio antibestias, que también podía servirles contra la amenaza atómica.
- Bueno, gentes de Nueva Vidafá. Permaneceréis aquí hasta que pase el peligro. El refugio es tan fuerte que ninguna garra le hará mella, por morrocotonuda que sea.
Se oyeron vítores y aplausos, y todo el mundo se quedó mirando a Agrací, que era la única que vitoreaba y aplaudía.
- Vale, vale... Joder, que gente más desganada. Tenéis un tedio...
- Hastío -concretó alguien.
Y entonces se oscureció el cielo. Los cuarenta y dos escasos habitantes corrieron hacia sus casa, sin atreverse a usar el refugio, no fuera a caerseles encima.
La mirada de Regodé trató de abarcar todo el cuerpo de aquella cosa que descendía en picado hacia él. Le costó hacerse una idea de su embergadura.
- ¡Que grande!
- ¡Ya te lo dije! -gritó Miraportó desde su casa (en momentos de tensión se tuteaban). - ¡Vamos, Regodé! ¡¡Entra!!
Pero Regodé estaba demasiado impresionado.
- ¡Maldito, no me dijiste que fuese un águila imperial! Es magnífica... ¿Como puede ser tan enorme?
- Yo que sé, la habrán hormonao. ¡Entra!
El águila seguía acercándose en picado, y empezaba a preguntarse que estaba pasando allí, por qué tardaba tanto en llegar. Estaba bastante confusa.
- ¡Regodé, entra! ¡Te matará!
Pero Regodé soltó un grito demoledor, alzando un puño al cielo.
- ¡Acabo de tener una idea!
Se hizo un silencio silencioso y redundante. Todos esperaron con el corazón encogido a que Regodé soltase su idea, su última idea.
- ¡Podríamos domesticarla!
A Miraportó le dio un ataque cardiaco, y el médico se puso a examinarlo. Después le recetó un nuevo corazón, o, en su defecto, un Gelocatil.
- Con amor seguro que conseguimos domesticarla.
El águila imperial se detuvo en seco en el aire para escuchar aquello.
- Creo que si la domesticamos podremos volar encima de este hermoso ejemplar de águila imperial. ¿A qué es una idea genial? Le haremos la competencia a los vuelos Charter. Y a ella le interesa, porque la cuidaremos como se merece.
La Bestia sopesó lo que acababa de oír. Si se dejaba domesticar la alimentarían, y con un poco de suerte a lo mejor hasta le daban de comer.
Le pareció buena idea. Quitó el pause, reanudó el vuelo y se posó cerca del poblado porque no cabía dentro.
- ¿Y quien va a atreverse a montar semejante bicho? ¿Vos, Regodé?
- Y yo -se sumó Agrací, saliendo del refugio. - He montado a caballo, en puma, en tortuga y en bus. Y en casa monté una vez un juego de Tente. Estoy acostumbrada.
- Entonces, arreglado -concluyó Regodé.
- ¿Y qué le daréis de comer, caballero? Si la domesticáis, tendréis que alimentarla.
- Podemos darle a los ancianos.
- ¡Ehhhhhh! -gritó un vejete.
- Juas juas, era broma. Ya se nos ocurrirá algo.
...



Un mes después Magnífic (así llamaron a La Bestia), ya estaba acostumbrada a llevar a la pareja encima, perdidos entre ala y ala. A Agrací le gustaba mucho el ala este, y se había construido un chalé allí.
Para Magnífic no suponía problema alguno, casi no pesaban y cuando le picaba ellos se ocupaban de rascarle entre las plumas.
Regodé le puso vídeos sobre la fauna ibérica, para que aprendiera a cazar viendo como se lo montaban sus primas lejanas, y Magnífic, que era muy inteligente, lo cogió enseguida.
Durante otros dos meses vivieron felices en la creciente Nueva Vidafá, pero al final el gusanillo de la aventura hizo que Agrací y Regodé tomaran la decisión.
- Nos vamos -anunciaron una calurosa mañana.
- Vaya... ¿Por qué no os quedáis unos días más?
- No, Miraportó. Ya llevamos demasiado tiempo aquí. Quiero regresar a palacio, tengo asuntos que requieren mi interés.
- Y yo me voy con él porque ya no se vivir sin su corcel Perezo.
- Vale. Bueno. Pero venid a visitarnos, ¿eh?
Agrací y Regodé empujaron a Perezo por el culo hasta que consiguieron que se subiese en el águila, aunque el corcel se negaba eructando de mala manera. Después se acomodaron ellos mismos para la partida.
Se despidieron por última vez del poblado, futura ciudad, y Regodé dijo a Magnífic: ¡En marcha!
El águila desplegó sus monstruosas alas y las agitó con cuidadito para no destrozar el poblado. Aun así, solo quedó en pie el refugio.
- ¡No os olvidéis de nosotros! -gritó Miraportó, agitando blanco pañuelo, con lágrimas por la cara y en el rostro. - Adios, amigos...
Un coro de voces repitieron esas mismas palabras en un triste cántico.
Magnífic se elevó, grandota y majestuosa. Partía con sus nuevos amos y un corcel maleducado a lo que sin duda sería una gran aventura por esas hermosas y extensas tierras Descón.


© J. K. Vélez